Los caminos que recorría no le llevaban a ningún sitio. Llevaba horas dándole vueltas a la cabeza en una búsqueda infructuosa de cordura que comprendía que nunca iba a alcanzar. Siendo las circunstancias tan simples, no llegaba a entender la tozudez de aquellos que se empeñaban en entorpecer el natural flujo de las cosas. No pedía mucho. Apenas una muestra de cariño, un gesto, una caricia desinteresada. Una constatación efímera de que los restos humeantes de aquella persona que algún día quiso le valieran para dejar de sentir que todo fue una equivocación, dulce y pueril, pero equivocación.

Así que asumió su papel como tantas otras veces y miró al cielo para ocultar sus húmedos ojos. Tenía que ser fuerte. Tenía que valerse por sí mismo, luchar, aferrarse a su instinto. Tenía que ser quien quería ser y sabía que nadie mejor para acometer tan ardua gesta que aquel gladiador consciente de su cruel y fatídico destino. Una odisea nada épica, incapaz de inspirar a ilustres poetas a plasmar en obras de bellezas etéreas.

Besó. Asintió apenas con la cabeza cuando oyó entusiasmos triviales. Acarició. Y emprendió de nuevo su marcha.

Al llegar a sus tierras, pudo comprobar como el aroma de las castañas comenzaba a regocijar de nuevo su corazón. Se fijó en lo bien que le hacía sentir las cosas pequeñas. Las que recorren nuestra mirada sin apenas llamar la atención a los distraídos. Y entonces recordó. Y sonrió. Ya se encargaría él mismo de narrar lo que a ojos de todos sería aburrido.